jueves, 29 de enero de 2015

EL LABERINTO DE LOS SENTIDOS

Aquella tarde de invierno salió a jugar. Caminó de puntillas sobre las piedras blancas para verse en pocos segundos enfrente de las puertas de madera que le permitieron ver el Jardín de las Flores, pero antes de pasar a saludar a cada uno de sus amigos se sentó unos minutos para observar, como cada tarde, el Árbol de los Longos, cuyo tronco cubierto de corteza suave y tan alto como la primera estrella de la noche era tan grueso como la panza de un pez globo.

Tenía los ojos cafés y el cabello castaño como un plato de cerezas cubiertas de chocolate. Sus pasos hacían crujir las hojas caídas de las plantas y marcaban el despertar de trasgos y hadas. Camila tenía por aquel entonces nueve años y sabía que en aquel lugar encontraría lo que siempre buscaba. Con su vestido a rayas de colores y su suave sonrisa se quedó dormida por unos minutos, respiraba el olor de los aretes, la fragancia de las margaritas rosadas y se dejó llevar por el revoloteo de tres colibríes que aparecieron en su sueño. 

Camila respiraba profundamente, se sentía cómoda y tranquila en aquel lugar. Así es como empezó a caminar por el Sendero de los Pétalos. A través de sus pasos sentía el viento soplar en sus cara y sus brazos, se quitó su gorrito tejido a mano de color blanco para llevarlo entre sus manos y poder así recoger los pétalos de colores que encontraba en su camino. Se paró un instante para ver las flores de una jacaranda pequeña y recogió algunas de sus flores violetas que el viento había olvidado; siguió caminando unos pasos más para volverse a su izquierda y ver por primera vez los tulipanes de aquel jardín, y quiso llevarse uno de ellos que encontró caído sobre una semilla de bellota. Las ardillas vivían allí. Lo dejó dentro de su gorrito y se levantó para ver que al frente le esperaba un campo de girasoles tristes por la ausencia de su amigo el Sol. Camila sorprendida salió corriendo a esconderse entre todas las flores amarillas y pensó que el día gris de invierno se había convertido en el día más asoleado de su vida, seguramente lo sería. Tras correr y correr cada vez más rápido empezó a sentir pequeños besos sobre su vestido y su piel: una lluvia de semillas la esperaba durante el tiempo que tardó en cruzar el campo de girasoles. Nunca Camila dejó de sonreír. Tras un instante de descanso siguió caminando y descubrió a su derecha un corazón dibujado con plantas aromáticas: romero, tomillo, albahaca, hierbabuena, orégano y en el centro un árbol de laurel. Camila y este árbol eran de la misma altura así que pudo ver el nido de los colibríes tras los que seguía caminando. 

Al volver la vista hacia el sendero sus ojos la llevaron hasta el campo de los árboles frutales y los gusanos de seda. Los manzanos, los perales, los naranjos y los cerezos eran los más abundantes, pero tras caminar bajo la sombra que proyectaba cada uno de ellos sobre su cuerpo encontró el árbol de los gusanos de seda: la morera más bella que jamás había visto. Entre sus ramas pudo ver las moras, unas más verdes que otras; entre sus hojas, los gusanos columpiando sus cuerpos. 

Camila no quiso dejar de sorprenderse de aquel espectáculo natural. 

La gotas de lluvia hacían malabares debatiéndose entre el riesgo de caer al suelo y convertirse en el abrigo de las raíces o descansar sobre la frente de Camila y llegar hasta sus labios. Siguió caminando con los cinco sentidos abiertos a tres cientos sesenta grados ahora entre cafetales de cuyas orejas colgaban brillantes esferas rojizas. Con el aroma del eje cafetero Camila recordaba las manos de su abuela Chonga y las plumas que adornaban su cabeza desde que amanecía hasta que cerraba sus ojos mientras calentaba sus manos sosteniendo una taza de café de las montañas.

Algunos cambios se acercaban. Atrás campos, árboles, plantas y colores. Al frente sus tres amigos de viaje, los colibríes, y el Río de la Primera Mentira. Se quedó parada dos metros antes de alcanzar la orilla y observó las dimensiones del río, grande como un elefante blanco. Cruzarlo no sería fácil, pero nunca perdió la esperanza. Su ilusión sería el vuelo que la llevaría al otro lado. Camila avanzó con pasos pequeños hasta casi empaparse los dedos de los pies por la corriente fuerte que arrastraba a los peces más pequeños. Fue entonces cuando los colibríes abrieron sus alas para posarse uno, en su hombro izquierdo; otro, en su hombro derecho y el tercero, sobre su cabeza. Longue, curioso, quiso preguntarle el nombre de sus papás, Emilia y Eliseo- contestó. Longui, inquieta, quiso saber el nombre de su hermano, Matías- respondió. Finalmente, Longu, nervioso, le dijo: Camila, ¿cuál fue tu último sueño? A lo que le respondió: - mi sueño, mi último sueño… ¡soñé en mi próxima fiesta de cumpleaños!-. Camila no quiso desvelar lo que estaba viviendo y tuvo que mentir. Fue su primera mentira. Así fue como sintiendo de nuevo los pellizcos que producían las seis patitas sobre su piel empezó a reír y su cuerpo empezó a moverse tan rápido que los pájaros fueron perdiendo sus plumas poco a poco. Sus tres amigos iniciaron camino de regreso a su nido, Camila se quedó boquiabierta y cubierta de plumas de colores: también los pétalos que llevaba en su gorrito se escondieron entre sus alas. Tras unos segundos de mirar al cielo, levantó sus dos alas que la llevarían a un país que cada vez se encontraba más cerca, el País de los Longos. Cruzó el río tan rápido como siempre había volado en sus sueños. 

Camila tenía ahora la cabeza chica y violeta como las jacarandas, algunas de las plumas de sus alas anaranjadas como los tulipanes y su espalda amarilla como los girasoles. Se había convertido en un colibrí, le gustaba posarse sobre las flores y los frutos para picotear el azúcar de las plantas y de los árboles y adoptó el nombre de Camilonga. Volvió a mirar atrás para ver a Longue, a Longu y a Longui que se alejaban lentamente sonriendo entre plumas que soplaba el viento. Los abrazó con la mirada. 

Camila descansó sobre los pétalos de un joven lirio azul y retomó la dirección del sendero y las piedras blancas y continuó su camino hacia el País de los Longos del cual ya había conocido a tres habitantes. A partir de ahora Camilonga dormía profundamente, soñaba más que nunca. Sonreía también. Le quedaba mucha distancia por recorrer hasta llegar al País de los Longos, y poco tiempo para descubrirlo cuando recordó a su abuelo Chongo tumbado sobre su cama leyendo una historia para dormir sobre los picaflores, como llaman a los colibríes, quienes pueden mover sus alas más de cien veces por segundo. El País de los Longos estaba muy cerca. 

Tan cerca que cuando dejó de agitar sus alas y abrió sus ojos, Camilonga descubrió el verdadero País de los Longos. Sentada sobre una de las raíces vivas de un milenario cerezo con su vestido a rayas de colores y su gorrito blanco sobre su cabeza, empezó la fiesta que la esperaba desde que entró por última vez en el Jardín de las Flores. Camilonga empezó a sentir en su cuerpo la música que traían entre sus alas decenas de colibríes de todos los colores. Manteniendo su respiración tranquila levantó la redonda barbilla, abrió sus dos ojos color chocolate tanto como pudo y se dejó cubrir por una suave lluvia de pétalos blancos y rosados del Árbol de los Longos. La primera invitación a todos los longos del país, llamados así por su alargado pico, chongos y chongas, papilongos y papilongas, babylongos, todos emprendieron vuelos hacia el árbol donde celebraban sus rituales cada vez que un niño se sentaba frente a las puertas del Jardín de las Flores y decidía finalmente adentrarse en él: el laberinto de los sentidos. Tras unos segundos se sumaron a la banda musical centenares de longos que llegaban sonrientes y dibujaban en el aire rutas de colores entre las estrellas esféricas con sabor a cereza. Camilonga estaba preparada para sentir sobre su cuerpo la textura de miles de pétalos, es más, la sonrisa de los habitantes del País de los Longos que la empujaron aquel día a cumplir su sueño de volar.

Héctor Tronchoni

martes, 20 de enero de 2015

UNA MÍNIMA HISTORIA

Empieza a llover.

Apenas unas gotas de lluvia
dibujan corazones sobre el asfalto.
Sientes el escalofrío
que trae el viento
sobre tu cuello.
Encoges tus hombros
y escuchas el timbre
de la casa de un amigo.

Una voz te invita a pasar.

Frente a ti, una fachada vieja,
quebrada;
tras ella, el Sabio Olvido.

¡Adelante!

Héctor Tronchoni
En "La casa del olvido"

lunes, 19 de enero de 2015

SE VE UNA LUZ PRENDIDA

Posiblemente duerme 
y acaricia en sus manos 
el calor de su pecho;
entre sus dedos, 
una trenza de secretos 
que teje sin luna.

Posiblemente sueña y 
escribe durante el día
la juventud de la noche;
en la madurez de la noche
susurra versos a la vida.

Se ve una luz prendida.

Posiblemente esté cosiendo
retales de recuerdos 
y entre ellos un olvido:
un recuerdo fuera del tiempo.

Se ve una luz prendida:
mamá tiene brillo en los ojos.


Héctor Tronchoni

¡ADELANTE, PÁSELE A LO BARRIDO!


Éste es el inicio de un vuelo inimaginable, allá en donde las miradas, la tuya y la mía, ni se imaginan que salen al encuentro. Un lugar cítrico que invita a comunicarse, a quedarse sin palabras y sentir que la transformación no es sólo cuestión de mariposas. 

¡Hagamos del silencio azúcar! 

Héctor Tronchoni


Foto: 2° Encuentro de Buenas Prácticas Docentes UPAEP 2015